

Desde la carretera que viene de Huesca no es más que una gran peña, una más de las que se escalonan sobre el llano hacia la sierra. Poco después, pasado el pueblo de Loarre, la trampa del ojo deja de ser trampa, la naturaleza y la arquitectura han hecho un agradable pacto de vecindad, tan bien avenidas que cuesta ver dónde termina la roca y dónde el muro.
Resulta complicado disfrutar este estuche de arte con pose de erudito, el detalle se despista entre las altas voces de las piedras que obligan volver la vista a tiempos pasados (idealizados sin embargo o por ello). Esta simple e inevitable evocación romántica es la última y eterna victoria del castillo.
Si la carestía absoluta de nuevas impresiones le lleva entonces a recogerse dentro de si y a alimentarse de las que se le agolparon antes en sobrado número para gozarlas y esprimirlas debidamente, una predominará sobre todas, pintándose en su fantasía con los mágicos colores de la visión, con las flotantes y aéreas formas de los sueños. Vio un monte coronado por una de esas tajadas moles parecidas a una fortaleza, trepó la aspera pendiente y la peña, como si se abriera por encanto, le ofreció de repente un castillo más embelesador que los fabricados por obra de los genios. La naturaleza desafiaba los siglos desde lo alto de su inmóvil pedestal, los puntiagudos peñascos eran la diadema de su calva frente y las almenas de su no domada independencia. Vino el arte y le dijo "yo te adornaré y te fortaleceré", y se incrustóen la roca y creció cual yedra asido a ella y la domesticó como a fiero corcel encaramándose encima, y de las peñas unas terraplenó, otras encerró en la oscuridad.

Una cerca de desmoronados torreones rodea el castillo y la cúspide del monte a manera de collar de engarzados camafeos, descendiendo amorosamente hacia el lado de la subida como sobre el pecho de una virgen."
Jose María Quadrado, Recuerdos y bellezas de España