vividos, viajados o sencillamente imaginados






domingo, 20 de mayo de 2012

corazón



El corazón de Navarra es Pamplona, y el corazón de Pamplona, su cuarto de estar ( corazón del hogar de cada uno) como los pamplonicas le llaman, es la Plaza del Castillo. Una novela de este nombre anticipa el mosaico que será años después, después de la guerra, La Colmena de Camilo José Cela. La novela (episodios subjetivos y marcada tendencia ideológica aparte) sitúa en la plaza el caleidoscopio de España en los días inemdiatamente anteriores al inicio de la Guerra Civil, los Sanfermines de 1936, en un dibujo excepcional.


Algunas de las cosas que se dicen en la novela se reproducen hoy en palabras similares. Hace unas semanas, en uno de los tantos y encantadores bares de la ciudad pegué oreja al grupo de ya talluditos jugadores de mus que tenía al lado. Hacían, como hacemos tantos españoles, política de salón, tema dilecto en las tertulias de bar. Diseccionaban desde la sabiduría de los años el decaimiento de la moral. Y uno repuso -Oye, que aquí se quiere mucho al Moreno. -Sí sí, pero en fiestas, que está solo el resto del año.

Bajo el manto del santo todas las pamplonas se estrechan, superponen, funden. Es el sueño de una semana de verano, tal vez. Sin embargo he visto la plaza con su esencia y sin castillo, como un atemporal diorama para forasteros. Y he sentido la eterna presencia de San Fermín en el corazón de su casa.





"La plaza del Castillo, por puro atavismo climatológico, había regresado al mes de noviembre. Las tormentas trajeron el temporal y el Cantábrico, tan cercano y amigote, salpicó la costa con una helada energía de invierno que en definitiva pagaban los futuros espectadores de la corrida del Comercio. Escasamente húmeda, aparatosamente fría y unánimemente desapacible, la plaza del Castillo ofrecía a los habitantes de Pamplona la grata delicia de sus antiguos y nobles cafés, la calurosa urgencia de sus bares más recientes, la térmica tertulia de los casinos.

... Leía en la plaza la historia de su tierra... pensaba que si con arreglo a una excelente definición, hombre culto no es aquel que mucho sabe de muchas cosas, sino más bien el que ha encontrado, para sí y para los suyos, un haz de soluciones a los terminantes y eternos problemas de la existencia, la plaza del Castillo era un aula clara de cultura, una viva lección de humanismo".


Rafael García Serrano, La plaza del castillo