vividos, viajados o sencillamente imaginados






martes, 18 de enero de 2011

cada visita










Cada visita a Sigüenza me narra la aventura de una ciudad que aparentemente estática ha dado ese cambio de tantos lugares, el cambio que espera a Aguilar de Campoo, a Burgo de Osma, a Ciudad Rodrigo, a Trujillo, el que sufrieron Santillana del Mar y Chinchón mucho antes. Cuando en sexto de la egb conseguí que la excursión de fin de curso nos llevase a Sigüenza, apenas fui capaz de localizar poco más que el Doncel y su casa. El castillo de los obispos como lucía en uno de los primeros folletos de mi colección (aquellos del extinto Ministerio de Información y Turismo) con sus torres ruinosas protegidas con tejadillos no aparecía por ningún lado. Ya había sido restaurado y convertido en parador. En aquella misma visita el almuerzo infantil en la Alameda nos llevó a conocer a un vejete que nos endosó sus poemas de cinco pesetas. Todo seguía igual cuando volví en 1990. Con otra mirada comencé a ver la decadencia de las viviendas que traslucían la rutina de los días. En ese ser cotidiano dejamos transcurrir nuestra estancia. No fue ya igual cinco años después, sensación muy parecida a la de mi última "relectura" del pasado 2010. Sigüenza es ya, plenamente, una ciudad turística. Ha perdido parte de su comercio tradicional y sus casas de comidas de antaño. Los alojamientos animan al descanso por doquier. Las botas de vino son sintéticas. Ahora, tan sofisticado, tan escogido, tan... correcto el comer. Incluso puedes visitar la casa del Doncel, irreconocible, pero ya no puedes quedarte contemplando cuanto quieras el descanso inmortal de tan desafortunado muchacho (que a pesar del mote conoció hembra). Aun así no es excesivo el peaje por borrar un deterioro que parecía imparable. Los paseos de la ronda, el mercado de los sábados y el frío que hace que los huesos tintineen permanecen. También ese aire de colonia veraniega de la sierra en ese barrio ilustrado que enlaza la ladera medieval con el río. Y también, en meses menos amables, la vida dura no tan pintoresca de quien allí vive, tierra adentro.



"Al amanecer de hoy, bajando de Barbatona, vi a la gran Sigüenza que me abría sus brazos para recibirme. ¡Oh alegría del ambiente patrio, oh encanto de las cosas inherentes a nuestra cuna! Vi la catedral de almenadas torres; vi San Bartolomé, y el apiñado caserío formando un rimero chato de tejas, en cuya cima se alza el alcázar; vi los negrillos que empezaban a desnudarse, y los chopos escuetos con todo el follaje amarillo; vi en torno el paño pardo de las tierras onduladas, como capas puestas al sol; vi, por fin, a mi padre que a recibirme salía con cara doble, mejor dicho, partida en dos, media cara severa, la otra media cariñosa. Salté del coche para abrazarle, y una vez en tierra, hice mi entrada a pie, llegando a la calle de Travesaña, donde está mi casa, con mediano séquito de amigos, y de pobres de ambos sexos, ciegos, mancos y cojos, que sabedores de mi llegada querían darme la bienvenida... "
Pérez Galdós, Benito, Las tormentas del 48