vividos, viajados o sencillamente imaginados






domingo, 28 de marzo de 2010

la procesión, por dentro






"Charlando alegremente se perdieron en las callejuelas del Madrid antiguo.
- Este barrio es muy interesante -dijo el periodista. Da la sensación de que se está muy lejos de Madrid. Parece un rincón poético de una provincia castellana.
Estaban en la calle del Sacramento, solitaria y silente. La calle prócer y antigua de las nobles casonas con escudos, llenas del prestigio legendario del siglo XVII, aparecía envuelta en la luz fría y verdosa de la luna, que fantasmagorizaba los viejos campanarios y los tenebrosos pasadizos.
(...) El periodista se disponía a contarle a Basilio la tradición madrileña del guardia que pasó una noche de amor con una diablesa, cuando sonaron pasos acelerados sobre las piedras con verdín del callejón del Codo, una interesante encrucijada que hay al pie de la Torre de los Lujanes".

Emilio Carrere, Jesús de Aragón, La torre de los siete jorobados













Son pasos a la luz de las velas entre codos callejeros y traviesas esquinas de sugerencias de pena y de pasión. Nada tienen que ver con el rumbo ocioso bajo una luz de sol a pleno gas. La procesión lleva acelerados el pulso y el paso tras la la linterna de una luna llena que incita a la aventura bajo los pies. La procesión continúa por un callejero subterráneo que ya hubiese Poe querido imaginar. No es Toledo. Es Madrid, con sus diablos cojuelos y sus corcovados como demonios, donde el bien y el mal son eco de las querencias e inquinas de nuestra tradición más social que religiosa.
Es esta novela misteriosa, negra por de más: en el ambiente, en el humor, en la intriga, en las manos (dos ... y dos) que la escribieron. Neville -otro Edgar- la transcribió en fotogramas. Que ya tiene su gracia, tras tanta vuelta y revuelta por un Madrid más aparente que oculto, ir a parar al pinar de Chamartín. Allí, mucho antes que las Kio de El día de la Bestia, se levantaba la Torre de los Siete Jorobados...

sábado, 20 de marzo de 2010

hoy




Hoy quiere el invierno decir adiós en escala de grises, cabezón, sin dar su brazo a torcer. Como si negase el paso a una primavera que deseamos brillante, luminosa, delicada. Sin esquinas rotas. Primavera esplendente que sólo puede ser si el invierno es. Colmada de gratitud por tanto sacrificio de gotas de insistencia, lentas y constantes en su esfuerzo por alimentar el aire de los suspiros y la tierra de las andanzas.
Un poquito de atención, que sale la vida de su escondrijo, hoy.



lunes, 15 de marzo de 2010

las raíces






Involuntariamente contracorriente, out, demodé. Tal vez puede llegar a ser inoportuna tanta coherencia entre vida y obra. No se llevan los ámbitos rurales y provincianos, las almas candorosas e inocentes, de voz discreta, las tierras sin adornos, viriles, recias. Describir lo castellano, escribir en castellano. Un mester que es el del lenguaje vivo y claro. Al principio de aquella lengua ya lo dijo Gonzalo de Berceo "en román paladino", para que se entienda ("Quiero fer una prosa en román paladino en el qual suele el pueblo fablar a su veçino"). Pero lo austero no chilla como lo pintoresco, y hay quien lo confunde con lo vulgar. El castellano, lo castellano, tierras y gentes de paciente resistencia, anchas de espíritu, no están de moda. Aunque nadie se atreva (bueno, nunca se sabe) a desdecir a un clásico.







"En mis libros hay un rechazo de un progreso que envenena la corte e incita a abandonar la aldea. Desde mi atalaya castellana, o sea, desde mi personal experiencia, es esta problemática la que he tratado de reflejar en mis libros. Hemos matado la cultura campesina pero no la hemos sustituido por nada, al menos, por nada noble.





Y la destrucción de la Naturaleza no es solamente física, sino una destrucción de su significado para el hombre, una verdadera amputación espiritual y vital de éste. Al hombre, ciertamente se le arrebata la pureza del aire y del agua, pero también se le amputa el lenguaje, y el paisaje en el que transcurre su vida, lleno de referencias personales y de su comunidad, es convertido en un paisaje impersonalizado e insignificante.


(...) Me temo que muchas de mis propias palabras (...) van a necesitar muy pronto de notas aclaratorias como si estuviesen escritas en un idioma arcaico o esotérico, cuando simplemente han tratado de traslucir la vida de la naturaleza y de los hombres que en ella viven y designar al paisajes, a los animales y a las plantas por sus nombres auténticos.





(...) ¿Qué sentido tiene un paisaje vacío? "el chopo del Elicio, "el pozal de la Culebra" o "los almendros del Ponciano" (...) son en efecto un trozo de paisaje y de vida, imbricados el uno en la otra, como los trigales de Van Gogh o nuestra propia casa animada por la personalidad de cada uno de nosotros y enteramente distinta a todas las demás incluso en el más pequeño de los desconchones. Cada una de esas parcelas del paisaje alberga historias o mitos que son vida, han sido vivificados por el Elicio o el Ponciano y, a la vez, hablan a los demás; el día que pierdan su nombre, si es que subsisten todavía físicamente, no serán ya más que un chopo, unos almendros o un pozal reducidos al silencio, objetivados, muertos, no más significantes que cualquier otro árbol o rincón municipalmente establecido. (...)

En esta tesitura, mis pesonajes se resisten, rechazan la masificación. (...) Se trata de seres primarios, elementales, pero que no abdican de su humanidad; se niegan a cortar las raíces".



Miguel Delibes, Discurso de ingreso en la Real Academia Española de la Lengua (25 de mayo de 1975).




domingo, 7 de marzo de 2010

el miedo y los temores

“El sol seguía declinando. (…) La ciudad que tenía ante mí había dejado de ser Venecia. Su personalidad, su nombre me parecían como ficciones mentirosas que ya no tenía el valor de infundir a las piedras. Veía los palacios reducidos a simples partes y cantidades de mármol parecidas a cualesquiera otras, y el agua como una combinación de hidrógeno y de nitrógeno, eterna, ciega, anterior y exterior a Venecia, ignorante de los dux y de Turner. Y, sin embargo, aquel lugar cualquiera era extraño como el lugar al que llegamos y no nos conoce todavía, como un lugar que hemos dejado y que ya nos ha olvidado. (…) Pero al mismo tiempo aquel lugar mediocre me parecía menos lejano. En el estanque del arsenal, debido también a un elemento científico, la latitud, había esa singularidad de las cosas que, aunque semejantes en apariencia a las de nuestro país, resultan extranjeras, en destierro bajo otros cielos”.



Marcel Proust, En busca del tiempo perdido










Dejé parada la lectura. Justo ahí, tras las últimas páginas de “La fugitiva”, las que relatan y evocan el tan deseado viaje a Venecia. El ritmo era el de un libro cada año. Ya han pasado tres. Bien es cierto que durante ese paréntesis disfruté “Los placeres y los días” que me llegaron en forma de regalo. Pero sigo sin querer adentrarme en “El tiempo recobrado”, porque aún no sé si es el momento de dejar de perder el tiempo. Hay miedo a seguir. Y falta de valor para marcharse, el miedo a llegar, como dicen Vetusta Morla. Y recuerdo la afirmación de Canetti "no hay nada que el hombre tema más que el toque de lo desconocido". Ese miedo a dejar la rutina, sin saber responder ¿qué puede más, la emoción o la razón? El miedo a perder el control (Ian Curtis lo supo muy bien). Tal vez sea más difícil aún reconocer el miedo, que se tiene miedo. Esas verdades a medias que llevan a la incertidumbre, el miedo de Firmin, el cónsul de Malcolm Lowry, y el alivio momentáneo antes de advertir que le han disparado. Ojalá fuesen los sustos espectrales de Halloween, los de Shaggy y Scooby-Doo, que te hacen poner cara de tonto y cobardica y que no pasan de ser miedo previsible, reconocible, acotado. Porque el miedo no es conciso, es difuso, indefinido, sin amarras en el espacio, mucho menos en el tiempo. Ojalá fuese temor como anécdota, insignificante en el miedo, pero sucede que el miedo abarca mucho más.